La Despedida de las Llamas

"Cuentanos una historia, Einar. De cuando viajabas con el abuelo Harald", dijo el niño. El anciano miró al padre, buscando aprobación, y éste se la dio con un leve asentimiento de cabeza. Einar dio un trago a su cerveza, se puso en pie, y empezó a hablar con su voz profunda.



Era la época en que el joven rey Harald se enfrentaba a los gusanos del mar de Gunnvor el Cobarde. Yo ya era un skald de cierto renombre, y mis historias y canciones eran requeridas y celebradas en los salones de muchos grandes señores. En un enfrentamiento entre uno de los barcos de Gunnvor y uno de los de Harald, ambos dragones marinos sufrieron grandes daños, y el implacable destino nos hizo caer en la mayor tormenta que habíamos visto aquella estación, trabados violentamente en el choque de espadas.

Recuperé el conocimiento en la orilla de una costa desconocida, empujado por las olas hacia un farallón que había bloqueado mi deriva. A mi alrededor todo era madera rota y cosecha de cuervos. La sal y el hielo del mar quemaban en mis heridas y entumecían mis miembros, así que intenté incorporarme para salir del agua. Entonces noté que mis piernas estaban envueltas por las algas, y que había una mujer sentada en otra roca, contemplándome.

Era una de las mujeres más hermosas que haya visto nunca, y no son pocas las que he conocido. Estaba totalmente desnuda, mostrando una piel blanca y perfecta como la espuma, toda ella gracia y suavidad en su cuerpo. Sus abundantes cabellos negros devolvían reflejos azulados cuando se movían sueltos al viento, y bajo su frente brillaban dos estrellas almendradas del color de las esmeraldas.

Fascinado, tardé un poco en darme cuenta de que las algas se estaban apretando en mis piernas, y subiendo por encima de las rodillas. Empecé a arrancármelas a tirones, pero casi parecían estar vivas y se me resistían con la resbaladiza fuerza de una anguila. Entonces escuché un gruñido que venía de la tierra, y los sargazos dejaron de moverse. Yo también me detuve y miré hacia la costa: una segunda mujer había aparecido sobre la arena. Iba acompañada de un lobo enorme, que era el que había gruñido, tan grande que podría haber arrancado la cabeza de un hombre de un mordisco.

La recién llegada también era hermosa, aunque muy distinta a la primera mujer. Era más joven y su cuerpo era más atlético. Vestía hierro y pieles, como una guerrera. Y como una guerrera empuñaba una lanza, y ceñía una espada en su esbelta cintura. Sus trenzas doradas estaban decoradas con plumas de cuervo. La mano que tenía libre se apoyaba en el cuello del lobo, al que acariciaba como hace un cazador con su sabueso favorito.

"Ese hombre me pertenece", gritó la mujer guerrera. "¡Como te atreves! Soy la esposa de Ägir, la señora de los mares.", respondió la otra, "Míos son aquellos que mueren ahogados bajo las aguas". La joven no parecía impresionada, y se opuso a ella: "Ese hombre ha muerto escuchando la música de las espadas, con hierro ensangrentado en la mano. Le he escogido para llevarlo al salón de los muertos: luchará a nuestro lado en el cercano Ragnarök."

Durante unos instantes, quedé paralizado por la impresión. La mujer desnuda decía ser nada menos que Rán, esposa del gigante que reinaba en los mares. Y la otra era sin duda una de las Valkyrias, que acompañan a los guerreros muertos en batalla a Valhalla. De todas formas, fuesen quienes fuesen, no iba a permitir que hicieran conmigo lo que quisieran. Así, apoyándome en una espada que había junto a mí, me puse en pie y grité como pude: "No... estoy... muerto".

Rán se volvió hacia mí y empezó a hablar con voz tronante: "Ayudadme, hijas mías: venid y arrastrar a este hombre a mis dominios". El mar se enfureció y las hijas de Rán empezaron a golpearme con todas sus salvajes fuerzas, sacudiéndome contra los salientes rocosos en los que rompían ruidosamente. El nivel del agua había subido casi hasta mi cintura, así que me mantenía en pie a duras penas, apoyándome en la espada y sujetándome contra las rocas. Bajo el agua, las plantas marinas seguían intentando atraparme, pero ahora estaba mejor preparado. Empuñé el mortífero metal y, de un par de tajos, corté los tallos que como serpientes se dirigían hacia mí desde la roca donde permanecía Rán. Las olas parecieron calmarse y el mar volvió a la normalidad.

Por su parte, la Valkyria lanzó unos graznidos, lo que hizo que los negros carroñeros que había en la playa se lanzaran batiendo alas sobre mí. Hice lo que pude por espantarlos con los golpes de mi espada, pero varios de ellos dejaron su roja marca en mi piel. La distracción de los pájaros hizo que me pillara totalmente desprevenido el ataque del lobo.

La enorme fiera se lanzó sobre mí, derribándome y manteniéndome en el suelo con su peso. Una de mis manos apartaba sus fauces babeantes para impedir que alcanzaran mi cuello, mientras con la otra intentaba darle un tajo que le hiriera y le debilitara. Sin embargo, el espacio del que disponía no era suficiente para blandir mi espada y mis golpes eran demasiado débiles para atravesar su húmedo pelaje.

Sus colmillos cada vez estaban más cerca de llegar a su presa, y por mi brazo izquierdo ya corrían varios sangrientos ríos por los que se escapaba mi vida. En un movimiento desesperado, golpeé la espada contra una de las piedras con toda la fuerza que pude. El metal se partió en pedazos, y empecé a usar la hoja rota que ahora empuñaba como si de un cuchillo se tratara. Apuñalé al lobo una y otra vez, desgarrando su piel y su carne, hasta que un baño de sangre y entrañas se mezcló con el agua del mar y el animal dejó de moverse.

Me quité el empapado cadáver de encima y me pusé en pie a duras penas. Estaba débil por todo el castigo que había sufrido, y la sangre de mis múltiples heridas se mezclaba con la de la bestia que acababa de destripar y con el agua salada que calaba mi cuerpo. En la mano derecha empuñaba la muerte de mis enemigos con la forma de un trozo de metal afilado que chorreaba sangre. Con ese salvaje aspecto me encaré a las dos mujeres.

Rán se lanzó al agua con la ligereza de un pez y desapareció bajo la espuma. En cuanto a la otra mujer, me saludó con su lanza y antes de marcharse me dijo: "Me llamo Hildir. Recuerda mi nombre, pues seré yo quien escancie tu cerveza en la mesa de Odín".



"Y aún la estoy esperando.", concluyó Einar y se sentó. Los comensales expresaron su aprobación golpeando sus cuernos rebosantes de espuma sobre la mesa. "Sois un excelente tejedor de historias.", dijo Harald el Joven. "¡Si tan solo la mitad de las cosas que cuenta fueran ciertas!", exclamó otro de los guerreros, a lo que contestaron las carcajadas de todos. Einar no dijo nada y siguió sentado, acariciando un colgante formado por un enorme colmillo de lobo.